Durante más de un siglo, las primeras economías mundiales se han abastecido de forma casi exclusiva por combustibles fósiles. Nuestras necesidades de calefacción, transporte y electricidad han crecido de forma exponencial, y van a requerir nuevas fuentes de energía asequible para satisfacer la demanda futura.
El carbón, usado originalmente para tareas como la calefacción o la fundición, acabó ganando protagonismo durante la era de la industrialización y las máquinas de vapor, cuando hacían falta grandes cantidades de materia prima para alimentar procesos altamente exigentes desde el punto de vista energético. Como combustible, su dominio fue predominante hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando las máquinas de combustión interna y la aviación comercial convirtieron al petróleo en protagonista, debido a su abundancia, densidad y facilidad de transporte.
Desde entonces, muchos de los ingenieros más importantes del mundo han empleado su talento en explorar nuevos yacimientos de petróleo y nuevas reservas de gas natural, creando nuevos e ingeniosos métodos para extraer el “oro negro” de algunos de los lugares más inhóspitos del planeta. Nuevos procesos y tecnologías, mejoras en la eficiencia, recuperación de depósitos anteriormente descartados o descubrimientos como los encontrados en la costa de Brasil han permitido que el nivel de reservas se mantenga equilibrado con la demanda pese al alto consumo energético que se registra en la actualidad. Las estimaciones de reservas más pesimistas estiman que, al ritmo de extracción actual, hay petróleo para unos cincuenta años más.
Sin embargo, en los últimos años han surgido voces cada vez más críticas con la que consideran es una adicción a componentes cuya supervivencia es limitada. Hay preocupaciones de que un consumo voraz acabe generando un daño permanente en un planeta que ya se enfrenta a una demanda muy exigente de sus demás recursos naturales. El debate sobre las emisiones de dióxido de carbono (CO2) es cada vez más amplio, abarcando la calefacción, el transporte o la electricidad.
Así mismo, muchos gobiernos, incluyendo los de la UE, están intentando alejar sus economías de las imprevisibles tensiones geopolíticas que se derivan de la dependencia energética. Así, y aunque con cierto escepticismo, se aprecia un giro hacia acuerdos y compromisos vinculantes de dimensión internacional.
Por supuesto, esto no es una novedad para la comunidad científica, que lleva décadas expresando sus preocupaciones sobre la sostenibilidad de nuestras necesidades energéticas en el medio y largo plazo. Así nació el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), cuya misión es “ofrecer al mundo una visión general del nivel de conocimiento científico actual sobre cambio climático y su impacto potencial en el ámbito ambiental, social y económico”.
Muchos de los cambios necesarios aún están tomando forma, y así continuarán próximamente, lo que acabará traduciéndose en un plan a largo plazo para reducir la dependencia del carbón en la producción de energía y las industrias más relevantes. Para conseguir este objetivo, es fundamental seguir la estrategia del palo y la zanahoria hasta conseguir reducciones de emisiones verdaderamente significativas, así como verdaderas mejorías en la reducción de la huella ecológica. Varios aspectos siguen siendo debatidos de forma intensa, especialmente acerca de las implicaciones de estos objetivos para los BRIC y los países emergentes.
Por su rol central en el desarrollo de la economía internacional, el transporte ha sido el sector más dependiente del petróleo como fuente principal de sus necesidades. Vehículos híbridos, células de hidrógeno, nuevas tecnologías de baterías, combustibles renovables, energía solar… Muchas de estas soluciones empiezan a ser más viables para conseguir que nuestros vehículos reduzcan su huella a lo largo de las próximas décadas. Sin embargo, la situación es especialmente compleja dentro del sector de la aviación.
El transporte aéreo tiene una dependencia muy elevada de los carburantes de alta densidad, lo que implica que los combustibles fósiles acaben siendo los únicos que satisfagan sus necesidades de forma efectiva. La industria de la aviación supone el 8% del PIB mundial y, según los datos del IPCC, produce el 2% de las emisiones globales de CO2, si bien los informes apuntan a que el impacto de los óxidos de nitrógeno y la estela de condensación tienen un impacto adicional en el calentamiento global.
Con la ayuda de Boeing y Airbus, los dos principales fabricantes del mundo, las aeronaves comerciales son ahora significativamente más ligeras y más eficientes en lo tocante a su consumo energético, si bien la aprobación de nuevas normativas en este ámbito (como la entrada del sector de la aviación en la normativa europea de comercio de derechos de emisiones) han creado fuertes tensiones proteccionistas.
¿Qué nos deparará el futuro? Por un lado está la necesidad de seguir innovando en lo tocante a la maquinaria, el manejo del tráfico aéreo… Por otro lado, está el esfuerzo de la industria de la aviación por pasar de los combustibles fósiles a un modelo alternativo, y es en este campo en el que podemos esperar algunas de las novedades más relevantes.
Para tener una idea de las magnitudes que estamos discutiendo, tengamos en cuenta que las aerolíneas gastaron en 2011 unos $178.000 millones de dólares en combustible, lo que se traduce en una horquilla de entre el 25% y el 40% de sus costes de operación. El Ejército de EEUU, principal comprador de combustible en el mundo, también está interesado en mejorar su huella ecológico y su eficiencia energética y acaba de hacer el primero de varios compromisos valorados en $170 millones de dólares para la investigación y el desarrollo de nuevas tecnologías.
La segunda entrega de este artículo explica en mayor profundidad cómo el sector de la aviación se posiciona para hacer frente a estos retos de futuro. Puede leerla haciendo click aquí.
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