En 1981, Intel, el mayor fabricante de circuitos integrados del mundo, fue seleccionado por IBM para equipar su microprocesador 8088 (de tan solo 2 mhz y 64kb de memoria) en el primer PC (Personal Computer) dotándolo de “inteligencia”. Se acababa de iniciar el crecimiento masivo de un mercado que con la ayuda de muchos otros fabricantes como Apple y Microsoft, acercaron la tecnología a los profanos sembrando nuestras oficinas y hogares, espacios públicos y privados, de pantallas, teclados, cables y soportes magnéticos.
Empezamos a realizar cientos de cálculos en décimas de segundo construyendo plantillas electrónicas que reducían espectacularmente los tiempos y minimizaban los errores. Enviábamos correos electrónicos a diestro y siniestro atraídos por la inmediatez y la facilidad de interacción sin coste aparente con múltiples interlocutores. Los sobres y los sellos empezaron a temblar sobre las mesas.
La cola frente una ventanilla bancaria observaba con recelo a jóvenes atrevidos que obtenían dinero en efectivo en cuestión de segundos sin ninguna interacción humana. Ejecutivos encorbatados se desplazaban equipados con “cómodos” ordenadores portables de 20 kg. y pantallas de fósforo verde que parecían diseñadas para aumentar las consultas a ópticos y oculistas. Empezamos a estar todos localizables en itinerancia y los primeros móviles otorgaban una pátina de sofisticación a unos pocos elegidos. La eclosión de internet a finales de los 80 y principios de los 90, poniendo todo a disposición de todos fue otro gran fenómeno que abrió las puertas a todo un mundo digital al alcance de nuestros teclados y cambió (y sigue cambiando) la manera en que estudiamos, trabajamos, accedemos a contenidos digitales y nos relacionamos con los demás y el entorno.
Todos estos cambios que en su momento nos maravillaron y que hoy no sorprenderían ni a un niño de 5 años, sucedieron en un espacio relativamente corto de tiempo, fueron promovidos por la necesidad de hacer más con menos y se extendieron por la consumerización y por nuestra voluntad colectiva e individual de subirnos a la ola del futuro.
La evolución de la tecnología siempre ha ido por delante y más deprisa que nuestra capacidad de entenderla, asimilarla y adaptar nuestros comportamientos a su impacto positivo. Los ciudadanos estamos pasando de la prehistoria digital a las “Smart Cities”dentro de una misma generación y eso nos permite reflexionar desde la experiencia propia sobre cuáles pueden ser las motivaciones y motores de dichos cambios desde una óptica individual.
Cuando hablamos de ciudades digitales, de e-gobiernos o de ciudadanos smart, no debatimos solo sobre tendencias de futuro, de urbes modernísimas en destinos remotos o ciudades mundialmente punteras con grandes inversiones tecnológicas. Hablamos de niños que hoy no entienden que se malgaste el agua, de estudiantes que no asumen esperar en la parada del autobús sin información, de fábricas que necesitan ahorrar en consumo para reinvertir en calidad, de organizaciones que se diferencian de sus competidores adelantándose a los tiempos y promoviendo nuevos modelos de servicio y de negocio, de ciudadanos exigentes e implicados que quieren más información, visibilidad y protagonismo sobre los servicios que pagan, de políticos que quieren liderar (o cuando menos no quedarse atrás) en la promoción y adopción de nuevos modelos de gestión integrales que responden a nuevas y crecientes necesidades en sus ciudades.
Todos estos comportamientos organizativos de administraciones, empresas privadas y de la sociedad en su conjunto, se originan en cambios de perspectiva, comportamiento y actitud personal. Nacen en personas que se atreven a pensar distinto, a variar progresivamente su escala de valores, que observan con curiosidad cambios positivos a su alrededor a los que no quieren renunciar, que se comprometen con el futuro a través de sus hijos, que se «estrujan las neuronas» en hacer las cosas de forma distinta porque hoy no es ni económica ni medioambientalmente viable hacerlas como siempre. Hablamos en definitiva de personas que no quieren quedarse atrás en un nuevo mundo que se mueve deprisa y no espera a nadie.
Los distintos agentes urbanos buscan su espacio en un nuevo ecosistema en que es necesario ofrecer y recibir servicios cada vez más integrados y colaborar interna y externamente para poner en valor capacidades potenciadas a favor del ciudadano.
Los modelos Smart promueven una mayor y cada vez más necesaria colaboración público-privada y posiciona al ciudadano en el epicentro de un ecosistema que se siente invitado desde todas las perspectivas a cambiar a mejor, hacia servicios mejores, más transparentes y más baratos.
Como siempre, el rol de las tecnologías de la información y la comunicación en sus distintas formas cada vez más omnipresentes no deja de limitarse a capturar, enviar, procesar y presentar información a quien la necesita para ayudar a conocer la realidad, pero su sofisticación y potencial nos seduce, invita y empuja a pensar y actuar distinto. Como en aquellos lejanos años 80 está en la mano de cada uno de nosotros entender el contexto y las palancas de cambio a tiempo y aplicar la tecnología con sentido común y ese punto de audacia que nos ayuda a movernos al ritmo que requiere un futuro mejor, en el que todos nosotros tenemos el privilegio de haber sido invitados a construir.
2 comentarios
Rosa
17 de enero de 2013
Gran post. A veces no nos damos cuenta de lo rápido que van las cosas hasta que nos comparamos con nuestros hijos. Me ha gustado lo de la perspectiva y actitud personal como palanca de cambio de todo lo que ha pasado y pasará a nuestro alrededor...
Joan Clotet Sule
25 de enero de 2013
Gracias Rosa, tenemos el privilegio de vivir una etapa de grandes cambios y es bueno conectar tecnología y emociones para darnos cuenta de que nuestra actitud es el motor. Saludos