Semillas de higos y uvas, restos de avellanas y piñones, dados, tachuelas de sandalias, centenares de monedas de bronce y hasta una de oro. En los últimos años, los objetos encontrados durante las obras de limpieza en el alcantarillado del Coliseo de Roma han permitido imaginar un poco mejor cómo era la vida durante los espectáculos. Poco después, las obras del aparcamiento de un nuevo hotel se paralizaron tras encontrarse los restos de lo que, se anunció, podrían ser los retos del legendario teatro de Nerón.
Ciudades como Roma tienen un mundo paralelo bajo el suelo. A lo largo de los siglos, los restos de antiguas civilizaciones han quedado sepultados, a la espera de volver a salir algún día a la luz. Pero su realidad subterránea no se queda ahí. Ya durante la época romana se construía bajo el suelo aquello que no se quería mostrar o, directamente, se buscaba esconder.
Un buen ejemplo son las catacumbas, grandes redes de túneles que durante años se utilizaron como lugar de enterramiento y de culto clandestino. Siglos después, este sistema se volvió a utilizar en la ciudad de París, aunque con unos objetivos muy diferentes. Y la lista sigue en otras ciudades que también optaron por crear grandes lugares de enterramiento bajo tierra.
Las catacumbas de Roma
Al sur de Roma, a unos seis kilómetros del Coliseo y muy cerca de donde comienza la Via Appia Antica, se encuentran las catacumbas de San Calixto. Bajo el suelo, se suceden varias plantas que alcanzan en total una profundidad de 20 metros y que se extienden en una red de galerías de casi 20 kilómetros de largo. Son unas de las catacumbas más grandes y mejor conservadas de Roma.
En ellas, al igual que en otras como las de Domitila o San Sebastián, puede entenderse con facilidad lo que fueron estas infraestructuras. La mayoría de estas estrechas galerías cuentan a sus lados con huecos rectangulares en donde se colocaban los cadáveres. En total, podían albergar cientos o miles de tumbas comunitarias.
Interior de las catacumbas de Domitila. Dnalor_01 (Wikimedia Commons)
Las zonas altas eran las primeras en ser excavadas (y cuentan, de hecho, con las inscripciones más antiguas). Para continuar excavando y, también, para facilitar el tránsito de las personas, las catacumbas contaban con lucernarios, pozos o claraboyas que se creaban en los techos y que servían tanto para iluminar como para ventilar.
Algunos pasillos se ensanchaban para dar lugar a espacios más amplios, cámaras que podían ser usadas como lugares de reunión y de rezo y que todavía hoy mantienen símbolos y pinturas. Pero, ¿para qué comenzaron a excavarse las catacumbas? ¿Por qué se optó por enterrar a los muertos en larguísimos hormigueros bajo tierra? Para entenderlo, es necesario viajar hasta la Roma del siglo II d. C.
En aquel momento, el cristianismo tenía un carácter clandestino. La religión comenzaba a popularizarse entre todas las clases sociales y algunos de los principios que defendía (comenzando por el monoteísmo) chocaban de frente con las bases y la moral del Imperio romano, de religión politeísta y centrado en la figura del emperador. A esto se suma que estos cristianos no apoyaban la opción de la cremación, que sí defendían los romanos.
Así, los primeros cristianos y los seguidores de otras religiones y creencias crearon necrópolis subterráneas desde finales del siglo II d. C hasta varios siglos después, cuando la libertad de culto les permitió adoptar otros métodos más parecidos a los que conocemos hoy.
Un traslado de huesos en París
Cientos de años después, otra ciudad dio forma a sus propias catacumbas. Se trata de París, y su historia es muy diferente a la de Roma. A finales del siglo XVIII, la ciudad se enfrentaba a un problema doble en relación a sus cementerios: por un lado, estaban saturados, después de más de mil años de uso. Por el otro, una mala gestión estaba provocando graves problemas de salubridad.
Las autoridades optaron por trasladar parte de los huesos humanos bajo tierra, concretamente a grandes canteras que habían sido explotadas durante los últimos siglos para extraer materiales con los que levantar la ciudad. Con esto se cumplía además otro objetivo: el de reutilizar las canteras de Tombe-Issoire, cuyo uso se había prohibido después de que se diesen importantes hundimientos en el suelo durante el siglo XVIII.
El traslado, que comenzó en la década de 1780, tuvo en sus inicios algo en común con la creación de las catacumbas de Roma: se hizo de forma discreta, durante la noche, para evitar las críticas que esto podría levantar en determinados sectores, como el de la iglesia. Sin embargo, para trasladar todos los huesos fueron necesarios meses, por lo que, inevitablemente, comenzó a ser un secreto a voces.
Catacumbas de París. Liam McGarry (Unsplash)
Más adelante, se dio a estas canteras repletas de huesos el nombre de catacumbas. Aunque en total suman menos kilómetros que las de Roma, alcanzan también los 20 metros de profundidad y se extienden, como un laberinto, en una superficie de unas 800 hectáreas bajo el suelo de la ciudad.
La nueva vida de las catacumbas
Catacumbas como las de San Calixto, San Sebastián, Priscila o Santa Inés pueden visitarse fácilmente en Roma. Lo mismo sucede con las de París, que se abrieron al público en 1809. En una ocasión, se llegó a plantear organizar un alojamiento temporal bajo el suelo de la ciudad francesa durante la noche de Halloween.
Cada año, miles de turistas y curiosos bajan las escaleras de las catacumbas de diferentes ciudades del mundo para conocer mejor estas infraestructuras y vivir una experiencia diferente. Lo mismo sucede en iglesias y capillas decoradas con miles de huesos desde hace cientos de años.
Lugares que, a lo largo de la historia, han despertado la curiosidad por la cultura funeraria, que prácticamente no ha cambiado a lo largo de los siglos. O al menos, eso hace pensar la inscripción que recibe a los visitantes en la Capela dos Ossos, en Évora, Portugal: “Nosotros, huesos que aquí estamos, por vosotros esperamos”.
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