Hace ya varios años, me hicieron una pregunta que no esperaba: “¿construimos un iglú?” [la pregunta real fue algo así como “skal vi bygge en iglo?”]. A pesar de que vivía en una pequeña ciudad del norte de Dinamarca, de que estábamos en pleno invierno y de que había varios centímetros de nieve, la pregunta me hizo gracia. ¿Cómo íbamos a construir un iglú? Me parecía algo imposible. Pero no lo era.
En pocas horas, y simplemente con el trabajo de un par de adultos y algunos niños, habíamos levantado nuestro iglú. Era pequeño, pero lo suficientemente amplio para que varias personas pudiesen estar dentro, y se mantenía estable y firme. Un par de horas de lo que se vivió como un juego me valieron para entender (o comprobar) que la teoría es cierta: los iglús pueden construirse de forma sencilla y rápida y son un refugio muy eficiente para los climas más fríos.
Años después, la construcción de aquel iglú me ha hecho reflexionar sobre la arquitectura vernácula, aquella creada por los pueblos de cada región para adaptarse a su clima y a su entorno, y la bioclimática, que diseña los edificios teniendo en cuenta el clima y el aprovechamiento de los recursos naturales. Durante siglos, estas construcciones creadas con bloques de nieve han servido de refugio a generaciones y generaciones de inuits y otros pueblos del norte.
¿Cómo se construye un iglú?
Los iglús son refugios construidos con bloques de nieve, aunque, en el idioma inuit, la palabra iglu hace referencia a una vivienda de cualquier material. Los inuits y los yupik, pueblos de las diferentes regiones árticas, han usado tradicionalmente los iglús como refugio temporal cuando salían a cazar o realizaban largos viajes. Normalmente, utilizaban un iglú durante un par de días para partir después a otro lugar, en donde construirían otro nuevo.
Ilustración de una comunidad inuits y sus iglús realizada alrededor de 1865. Finetooth (Wikimedia Commons)
En ocasiones, también creaban iglús semipermanentes, que acogían a varias familias durante periodos más largos, y otros comunitarios, dedicados a ser la base de celebraciones y reuniones sociales. En cualquier caso, las técnicas constructivas tenían siempre la misma base y se transmitían, tal y como todavía sucede hoy, de generación en generación.
Inuits construyendo un iglú en 1924. Frank E. Kleinschmidt; David Condrey (Wikimedia Commons).
Para construir un iglú, estos pueblos del norte cortan bloques de nieve endurecida. Esta debe ser compacta y sólida, pero no demasiado densa. A continuación, colocan estos bloques en espiral, de forma que no es necesario contar con una base ni un soporte: cada bloque se va apoyando el que tiene debajo y en el anterior, compensando los pesos, hasta cerrar el espacio formando una cúpula.
Ilustración que señala cómo se distribuyen los bloques para levantar un iglú. Anuskafm (Wikimedia Commons)
Los huecos que inevitablemente quedan entre los bloques se rellenan de nieve, para que la superficie quede perfectamente cubierta y sellada. La puerta siempre es pequeña y se orienta de forma que no deje entrar el viento en el interior. Muy a menudo, se construye un túnel que también reduce la entrada del viento y que favorece que la temperatura del iglú se mantenga cálida.
Por último, se abre una pequeña abertura en la parte superior para favorecer la ventilación y permitir que escape el humo si se enciende un fuego en el interior. Hecho esto, el iglú está terminado.
Un refugio térmico
En aquel invierno de hace unos 10 años, las temperaturas en Dinamarca se mantenían bajo cero. Hacía frío suficiente para que pudiésemos construir un iglú, pero no tanto como para notar mucho la protección que puede llegar a ofrecer. En el Ártico, durante los fríos inviernos de Alaska, Canadá o Groenlandia, las cosas son muy diferentes.
Cuando las temperaturas alcanzan los 35 ºC o los 40 ºC bajo cero, en el interior de un iglú pueden oscilar entre los -7 ºC y los 16 ºC, dependiendo del número de personas que haya dentro. Esto se debe a que la nieve (a diferencia del hielo) es un gran aislante térmico. Unos muros gruesos de nieve no dejan ni entrar el frío ni escapar el calor que se genera en el interior.
Para reforzar el efecto aislante del iglú, los inuits y los yupik encienden un fuego o velas en su interior. Esto hace que se derrita la capa interna y más superficial, que después vuelve a congelarse y solidificarse gracias al frío exterior. De esta forma se crea una nueva capa de aislamiento. Para conseguir aun más protección, muchas veces se colocan pieles de foca u otros animales en los laterales del iglú.
Fotografía tomada en el interior de un iglú en las primeras décadas del siglo XX. Malo (Wikimedia Commons).
De esta forma tan sencilla, se crea un refugio muy eficiente. Las camas y otras superficies de descanso se levantan lo máximo posible, ya que, como el aire caliente sube, las partes cercanas al techo son las más cálidas. Aunque es difícil que en un iglú se genere la sensación de confort a la que estamos acostumbrados en otras latitudes, sí se crea un entorno en el que es posible sobrevivir a las gélidas temperaturas del Ártico.
Un ejemplo para las viviendas pasivas
Hoy, podemos encontrar características de los iglús en las viviendas pasivas, edificios que combinan los recursos de la arquitectura bioclimática con métodos constructivos para lograr la eficiencia energética. Al contrario que otros edificios, que logran ser eficientes energéticamente gracias al uso de las tecnologías, las construcciones pasivas se basan en el diseño y la construcción para conseguirlo. De hecho, el término “pasivo” hace referencia a su capacidad para ser eficientes por sí mismas, sin necesidad de tecnología o ayuda externa.
Las viviendas pasivas se basan en el estándar Passivhaus, que busca que las construcciones tengan necesidades muy bajas de calefacción, refrigeración y consumo de energía (tanto en invierno como en verano). Este estándar se basa en modelos constructivos que empezaron a estudiarse y desarrollarse en Alemania en la década de 1990.
¿Y cuáles son las bases de este estándar? Existen varias premisas que caracterizan las viviendas pasivas y que pueden verse también en los iglús. Entre ellas, están el aislamiento térmico, la importancia de la orientación y la hermeticidad. En climas fríos, el aislamiento térmico ayuda a evitar que el frío entre y que el calor salga de la vivienda. Es decir, se favorece que el propio edificio almacene calor. Esto se consigue utilizando materiales apropiados para cada clima, incorporando elementos aislantes o reduciendo al mínimo la cantidad de elementos por donde pueden darse cambios de temperatura.
También en climas fríos, las viviendas (y sus ventanas) se orientan hacia el sur, para captar la mayor cantidad de luz posible, y se levantan en lugares protegidos del viento. Muchas viviendas pasivas organizan también su interior en función de la orientación. La sala de estar o la cocina, en donde se pasan más horas durante el día, se ubican en las estancias más luminosas para reducir el uso de luz artificial. Las más oscuras pueden utilizarse como dormitorios, ya que en ellas se pasan menos horas (y la mayoría se destinan a dormir).
La hermeticidad, por otro lado, favorece que el calor se escape. Gracias a estas y otras características, como la ausencia de puentes térmicos, la ventilación mecánica con recuperación de calor o el uso de energías renovables, el consumo energético en las viviendas pasivas es muy bajo y la temperatura ambiente, cómoda y agradable durante todo el año.
En el Ártico, una vez un iglú ya no es necesario, simplemente se abandona. En algún momento termina derritiéndose sin dejar tras de sí ninguna huella ni ningún residuo, como sucedió en el pequeño patio en el que lo construimos en Dinamarca. Esto los convierte en un ejemplo a seguir no solo para la arquitectura bioclimática y pasiva, sino también para aquella que busca soluciones para alcanzar la sostenibilidad.
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