Cuentan las historias del griego Plutarco que Arquímedes consiguió mover el barco más grande de la antigüedad clásica, el Siracusia, tirando solo de una cuerda. Su secreto: un mecanismo de poleas múltiples. “Denme un punto de apoyo y moveré el mundo”, dicen que dijo el científico e inventor más importante de la Grecia Clásica para retar al rey Hierón.
Hoy, lejos de los mundos de tragedias y leyendas, y aunque se hayan modernizado, [inlinetweet prefix=»» tweeter=»» suffix=»»]las poleas siguen siendo mecanismos aparentemente simples que mueven el mundo[/inlinetweet]. Una rueda con un canal en su periferia como símbolo de la tecnología humana. Un dispositivo mecánico simple que multiplica la fuerza de un hombre. Un punto de apoyo para la cuerda que sirvió para transformar un pueblo en las tierras pantanosas de la costa holandesa en la ciudad más boyante de Europa.
“Navegando entre los canales de Ámsterdam se podían encontrar elefantes y armadillos, serpientes y ranas, microscopios y telescopios, porcelana china y cerámica de Delft. Y por supuesto especias y hierbas, no solo para cocinar, sino para mejorar la digestión, de efectos laxantes o para prevenir enfermedades. Las tiendas eran mucho más que almacenes de pimienta y canela, guardaban multitud de plantas exóticas como escamonia, cúrcuma, jengibre azul, nardos de Nepal, goma tragacanto e, incluso, dicen, sangre de dragón”.
Este relato del siglo XVII, recogido en el libro de Russel Shorto, “Ámsterdam: A history of the world’s most liberal city”, ilustra los años de esplendor de una ciudad que se construyó a sí misma a partir del año 1600. Centro de comercio internacional y puerto frenético, quien haya tenido la suerte de visitar la capital de Holanda (o, mejor, Países Bajos, ya que Holanda es solo la provincia más occidental del país) se habrá encontrado, quizá sin saberlo, con los restos de esa centuria de crecimiento vertiginoso.
El mecanismo de poleas que movió una ciudad
Las casas del canal
Altas y esbeltas, elegantes y sobrias, con la fachada ligeramente inclinada hacia el agua y un gancho en lo más alto del edificio. Todo tiene su porqué en la construcción más típica en las orillas de los canales de Ámsterdam: las grachtenpand o casas del canal.
Dado el alto precio del suelo (se pagaban impuestos en función de los metros ocupados en línea con el canal), las parcelas eran estrechas, con lo que se construía hacia arriba. El comercio con el mundo conocido, incluyendo la recién encontrada América, era la mayor fuente de riqueza de Ámsterdam, así que la mayor parte de las viviendas pertenecían a mercaderes y eran usadas también como almacén.
En la planta baja, que tradicionalmente estaba elevada alrededor de un metro sobre el suelo para evitar daños durante las crecidas del canal, se encontraban la tienda y un pequeño almacén. En el piso superior, el gran almacén con los bienes más preciados como las especias, de donde las mercancías iban saliendo a cuentagotas para así mantener su precio de mercado más o menos constante.
Y en lo más alto de la casa, coronando el espíritu mercantil de la vivienda y de toda la ciudad, un gancho con una gran polea. Debido a la estrechez del edificio, era difícil subir las mercancías hasta el último piso. Sin embargo, con una simple polea, se podían subir directamente desde el canal hasta el almacén. Además, la inclinación de la fachada facilitaba la tarea y evitaba que los bienes golpeasen muros y ventanas si se balanceaban al subirlos.
Así que, con una polea como mayor aliado, y probablemente sin saber gran cosa de Arquímedes, los comerciantes holandeses sentaron las bases de la bulliciosa Europa de las ciudades y el comercio.
La edad de oro
Desde las indias orientales y occidentales, desde el sur de África y desde su cuerno, llegaban a Europa el café, el cacao, la pimienta o el algodón, tan valiosos o más que el oro. Y casi todos pasaban, tarde o temprano, por Ámsterdam, donde eran almacenados con la ayuda de una polea en lo más alto de una casa estrecha.
Según algunos registros de la época, durante buena parte del siglo XVII entraban, cada año, más de 100 toneladas de pimienta en la capital holandesa gracias a las rutas comerciales con los países del Índico. Y no solo esto, sino que, según recoge el libro de Russel Shorto, cualquier bien susceptible de ser comercializado era almacenado en lo alto de las casas del canal.
“En 1625, los almacenes de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales contenían cuatro millones de libras (1.800 toneladas) de pimienta. Un año después, había seis millones de libras (2.700 toneladas) de pimienta cuidadosamente empaquetada en los almacenes de los comerciantes a orillas de los canales. Eso sin mencionar que dichos almacenes estaban llenos de canela, pescado seco, té, aceite de ballena, azúcar, sal, jabón, seda, cerveza o tabaco”.
Tal acumulación de riqueza y el estallido del comercio global han hecho que Ámsterdam se haya señalado como la primera ciudad liberal del planeta. Sin embargo, el llamado siglo dorado de los Países Bajos fue algo más que dinero y riqueza a raudales. Y sus causas y consecuencias no nos quedan tan lejos como podríamos creer.
Tras la Guerra de los 80 años, las provincias de Flandes se independizaron de la corona española. El fin de la contienda, señalado con el Tratado de Utrecht, abría, junto al siglo XVII, un nuevo periodo en la Europa occidental. El país surgido de la batalla prometía libertades, sobre todo religiosas, por lo que gran cantidad de protestantes y de judíos, sobre todo provenientes de España y Portugal, se asentaron en Ámsterdam, transformando, ya a principios del siglo, un pequeño puerto en uno de los polos comerciales del planeta y la ciudad más cosmopolita del continente.
Además, las fuentes de energía baratas como el viento (explotado mediante los conocidos molinos que salpican los Países Bajos) y la turba permitieron un desarrollo sin precedentes a nivel científico, tecnológico y artístico. Por último, el nuevo reino pronto ganó relevancia como potencia marítima ante la pérdida de fuerza de España y Portugal, con lo que se hizo con una posición sólida en el comercio con la nueva América y las Indias orientales. Y todo ese comercio necesitaba de rutas marítimas, grandes barcos para transportar las mercancías y, sobre todo, almacenes seguros en los que protegerlas.
Así se cierra el círculo, de vuelta a ese mecanismo de poleas que tantas veces ha girado, sin el cual todo este esfuerzo comercial podría haberse venido abajo con una simple inundación. Un antiguo artilugio sin el cual, las estrechas casas de Ámsterdam hubiesen frenado el desarrollo de un país y, quizá, el de todo un continente.
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