Entre el cielo y el subsuelo: la propiedad de lo que hay encima y debajo de los inmuebles de las ciudades
21 de agosto de 2018
El sentido común nos dice que la propiedad de un terreno incluye «todo lo que allí haya» especialmente la tierra y lo que podamos edificar sobre ella. Pero cuando se ponen a prueba los límites, por ejemplo elevando la propiedad hasta grandes alturas o bien excavando el terreno hasta más allá del subsuelo las cosas dejan de ser tan sencillas.
Los límites de las propiedades en forma de inmuebles y parcelas suelen ser conflictivos, pero al menos sobre el papel un mapa y el catastro deberían delimitar los linderos sin demasiado error. Aun así en España hay miles de conflictos que han de resolver los tribunales cada año, básicamente porque faltan datos, son erróneos o la información no coincide. Hay fallos en los registros topográficos, datos mal georreferenciados, fotografías aéreas imprecisas y a veces se descubre información catastral mal definida.
Pero una cuestión de la que se suele hablar menos es hasta dónde llegan las propiedades en su eje vertical. Y esto es válido para ambos sentidos: hacia arriba y hacia abajo. Si dejamos volar la imaginación estaríamos hablando desde el punto de vista puramente geométrico y matemático desde la planta de un inmueble hasta el centro de la tierra y hacia el espacio interestelar – conceptos un tanto peculiares que además han cambiado a lo largo del tiempo.
DESDE LOS CIELOS A LOS INFIERNOS
Para ver cómo ha evolucionado este concepto hay que recomendarse a los tiempos medievales, de donde proviene la frase latina «Cuius est solum, eius est usque ad coelum et ad inferos», equivalente a: «quien sea propietario de la tierra, suyo es todo lo que haya hasta los cielos y hasta los infiernos». Esta definición se considera una de las más antiguas respecto a los bienes raíces y dejaba bastante claro que no había límite en altura ni en profundidad respecto a una propiedad sobre el terreno. Hoy en día sabemos que matemáticamente equivaldría más o menos a un prisma con su punta en el centro de la Tierra que se extendería más allá de la atmósfera hasta el espacio, barriendo un volumen infinito del universo que además –debido a la rotación y desplazamiento del planeta– cambiaría continuamente de posición. No era una definición muy práctica, pero por algo había que empezar.
¿DÓNDE ACABA «ARRIBA»?
La interpretación moderna de las propiedades ha devenido en un asunto más de interpretación de las leyes que de pura geometría y medición precisa. Pero esto varía no sólo de un país a otro: también según los estados o autonomías e incluso las regulaciones locales. Aunque técnicamente una propiedad esté perfectamente georreferenciada en un mapa y se pueda considerar que está dentro de su propiedad incluso el aire que hay más allá de la altura máxima a la que se ha edificado –que a su vez viene limitada por las «leyes del suelo» y otras normativas aplicables– el límite de altura es difuso y acaba siendo más bien «la altura que razonablemente se necesite para disfrutar de la propiedad».
Por ejemplo se puede considerar que un dron que vuela tomando fotografías o haciendo ruido en la vertical de una vivienda está «invadiendo la propiedad» (su «espacio aéreo»), algo en lo que más o menos todo el mundo coincide que es razonable. Pero no se puede impedir –como a veces se ha solicitado– que un avión vuele a diez mil metros de altitud en esa misma vertical porque se considera que ese espacio es público, algo similar a una «carretera del cielo». No obstante el límite exacto no siempre es el mismo. En muchos países está alrededor de los 100 o 150 metros de altura (500 pies) por encima del propio inmueble. A partir de ahí, el espacio aéreo es de todos.
Esta laxitud a la hora de definir esos límites resulta aun más curiosa cuando se aplica a los límites verticales de los territorios soberanos. No hay tampoco un límite estricto acordado internacionalmente para la altitud de «los cielos y el espacio» que pertenecen a un país – como sí lo hay en el caso de los mares y las «aguas internacionales». De modo que cada país considera que todo lo que vuele encima suyo está en su espacio aéreo. Algunos cifran ese límite en 30 kilómetros, que es hasta donde suelen volar los aviones y globos; otros lo cifran en unos 160 km (100 millas) que es donde comienzan a orbitar los satélites. La mayor parte del tiempo en ese gran vacío aéreo no circula nadie, pero aunque es poco conocido las aerolíneas deben pagar por cada milla que recorran sus aviones en los diversos territorios –lo cual está relacionado con el control de tráfico aéreo– así que además de algo meramente conceptual también es un asunto pecuniario – y hay quienes prefieren volar dando un rodeo para ahorrarse una gran factura anual. No está claro qué pasará cuando los vuelos espaciales en órbitas bajas se conviertan en algo tan común como los vuelos transatlánticos.
PROFUNDIZANDO EN LA CUESTIÓN
Volvamos a la tierra. Examinando el asunto en el otro sentido podríamos preguntarnos: ¿qué ocurre con lo que hay bajo las propiedades, más lejos de la superficie? Tenemos inmuebles en los que hay sótanos, aparcamientos, cimientos y todo tipo de instalaciones. Y bajo las ciudades y sus edificios nos desplazamos diariamente en túneles del metro y para el tráfico rodado – muchas veces en forma de auténticas autopistas subterráneas. También hay innumerables instalaciones que requieren perforaciones: canalizaciones de agua, gas, alcantarillado, cables eléctricos, fibra óptica… Todo esto sin mencionar instalaciones de alta seguridad, cámaras acorazadas y similares. Por no hablar de que alguien compre una propiedad y bajo ella haya acuíferos, petróleo o preciosos minerales.
A este respecto lo más claro es diferenciar entre el suelo y el subsuelo. Aunque una de las legislaciones españolas más antiguas dice que «El propietario de un terreno es dueño de su superficie y de lo que está debajo de ella» hay que tener en cuenta que el asunto admite muchas matizaciones. Por ejemplo, aunque por «subsuelo» se considera todo lo que está bajo rasante, parece claro que quien posee un terreno puede hacer un «uso razonable» de lo que hay debajo, por ejemplo para construir sótanos, aparcamientos y cimentar las edificaciones. Pero de ahí para abajo se considera que el terreno y lo que contenga es dominio público. Aunque no en todas partes: en lugares como México no se considera propiedad lo que está bajo el suelo; en otros como Australia no había límite originalmente, pero por un cambio de la ley el límite se estableció en los 15 metros.
Naturalmente al hablar de «uso razonable» todo queda en manos de quienes interpretan las leyes en caso de conflicto. Ciertos casos están regulados por otras normativas, como por ejemplo los de utilización de las aguas subterráneas (ya sea para extraer agua como en los pozos o porque lo que se pretenda hacer en el terreno afecte a su calidad si simplemente discurre por allí). Algo parecido sucede con los hidrocarburos y otros materiales de minería que pudieran estar presentes. Quizá lo más regulado sean los restos arqueológicos, que muchas veces llegan a paralizar obras en pro del interés cultural de lo que se haya encontrado.
Ha habido incluso propuestas para que en casos especiales suelo y subsuelo puedan considerarse por separado y tengan consideración de «fincas registrales» diferentes. De ese modo se facilitaría su expropiación de cara a darle nuevos usos, por ejemplo por necesidades de planificación urbanística – imaginemos un gran túnel de tren que atraviese una ciudad. Quién sabe si en el futuro habrá que cambiar la ley para diferenciar entre el subsuelo próximo a una propiedad y el subsuelo más profundo que deba ser tratado como hacemos actualmente con el espacio aéreo sobre los edificios.
En algunos casos las cuestiones legales son más complicadas: cuando una empresa como la conocida The Boring Company del emprendedor Elon Musk plantea crear grandes redes de túneles bajo ciudades como Los Ángeles hay diversas consideraciones. Por un lado está evitar las molestias a los vecinos durante los trabajos y cumplir con todas las cuestiones de seguridad y medioambientales – algo que se puede cumplir siendo meticulosos sin excesivos problemas. Pero ese tipo de instalación es bastante diferente a un túnel construido por el ayuntamiento para el transporte público: es un sistema de transporte privado que la gente pagará en el futuro cuando utilice. En el fondo se parece más a una autopista de peaje que a una calle, pero el subsuelo tampoco es exactamente como los terrenos por los que transcurren las autopistas: ni está tan limitado por su «planitud» ni es propiedad de alguien en particular. Así que a falta de mejores normas y decisiones en firme ya ha habido ciudades que le han prestado su apoyo pero en forma de concesión temporal o bien durante la «fase experimental de pruebas» a la espera de ver cómo va la cosa.
COMO UN ICEBERG, PERO DE TIERRA
En un interesante artículo de The Guardian en el que se hablaba de la problemática de la propiedad del subsuelo se mencionaba también el Proyecto Iceberg de Londres, un apropiado nombre para mapear y catalogar correctamente todo lo que hay bajo la ciudad – algo que en ocasiones parece ser más que lo que hay sobre ella.
Este proyecto –gestionado por el Servicio Geológico Británico, una entidad pública–incluye tanto datos geológicos de los terrenos como la catalogación de más de 1,5 millones de kilómetros de instalaciones de agua, alcantarillado, gas y electricidad que entre otras muchos servicios conforman la infraestructura subterránea de la ciudad. El resultado serán cartografías más precisas y detalladas, fotografías y grandes bases de datos sobre los materiales de que está compuesto el terreno en cada punto concreto. Además de eso, tener ubicadas todas las infraestructuras permitirá crear modelos 3D de la ciudad, utilizarlos para ubicar rápidamente cada recurso que se necesite durante trabajos de construcción y planificar mejor su despliegue futuro.
Vivimos tiempos interesantes en los que las ciudades y las propiedades que hay en ellas siguen siendo las de siempre, pero donde sus límites –ya sea mirando hacia el cielo o examinando más allá del suelo– se han ampliado gracias a las nuevas posibilidades de la tecnología y la ingeniería.
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