El virus de la música se me inoculó siendo un chaval. Apenas tendría 14 o 15 años cuando quedé atrapado por el rock. El primer disco LP, como tal, lo escuché en casa de mi amigo del cole Julito Argüelles. Era el increíble “Abraxas”, de Santana, con Chepito Areas y su inolvidable “Samba pa ti”. Hasta entonces, en mi casa, mi padre había comprado un tocata y le gustaban discos EP, una canción por cara, fantásticos. Por ejemplo, recuerdo a Karina, Conchita Bautista, Bambino, Los Cinco Latinos, Raphael, Los Pekenikes y tanto otros. Pero el “Abraxas” era otra cosa. Podías estar casi 45 minutos escuchando música adulta de verdad, de la que tus padres no tenían ni idea.
Ahora, encerrado en casa, telecurrando como un animal, entre conference call, acoso de emails, ataques de Teams, golpes de Whatsapp, he vuelto a mi vieja colección de vinilos para escucharla de nuevo. Tengo alrededor de 1.000 discos. Cuando me jubile los contaré; por ahora, me conformo con mirarla y pensar qué será de ella cuando dejé este bendito mundo. No creo que nadie la quiera, aunque vale un montón. Tengo artistas que están en la historia de la música, discos desaparecidos de catálogo, memoria viva de la historia de España y cosas que quizás no valgan nada. Pero me encanta mirarla, repasar las portadas, ver su interior, dejar que vuelvan los recuerdos. Muchos están unidos a los chicos de mi barrio, otros a novietas, algunos a conciertos inolvidables y noches de copas sin fin y, la mayoría, a la pequeña historia de mi vida, mis lugares, mis amigos y mis momentos.
Empecé a comprar discos cuando tenía catorce o quince años. Soy un chico del barrio de las Delicias, de Madrid, pertenezco -y a mucha hora- a una familia de pocos recursos, por lo cual en mi adolescencia jamás tuve dinero. Cuando era capaz de reunir 300 o 400 pesetas -a muchos les dará la risa, 2 o 3 euros- convertía ese tesoro en un disco. Estaba semanas eligiendo el disco, así que cuando reunía el dinero me iba, como un feligrés en busca de su iglesia, a la tienda de Discoplay de la Gran Vía para comprarlo. Volvía a casa y fundía la aguja del tocata de tanto escucharlo. Así, poco a poco, reuní mi pequeña colección. Es cierto que ya a los 20 años -empecé a trabajar muy joven- tenía más dinero y, por tanto, ya compraba los discos de tres en tres o de cuatro en cuatro. Sobre todo, compraba en Discoplay, pero también en una tiendecita de mi barrio que tenía buenas cosas. Y cuando abrieron Madrid Rock, me convertí en un buen cliente. Nunca me gustó El Corte Inglés ni tampoco La Metralleta. El primero porque no era para un “entendido”, como yo y el segundo porque siempre me resultaba muy desordenado.
Desde muy pronto me hice stoniano, sobre todo stoniano. Tengo todos sus discos, compraba sus libros y veías todas sus películas. Me gustaban tanto los Rolling Stones que, armado de mi tocata y mi colección de discos, recorría los fines de semana centros juveniles e iglesias dando disco-forums para propagar la grandeza de su música. No sé como me dejaban los curas, cosas de aquellos años. Por supuesto, aunque entonces ya era un hombre, estuve en el Manzanares el 7 de junio de 1982 para ver su primer concierto en Madrid. Salieron a escena, tras J. Geils, y cuando Mick Jagger empezó a cantar “Under my thumb” no llovió, diluvio y casi se llevó el escenario por delante. Es uno de los momentos mágicos de mi vida.
Pero vamos con mis recomendaciones para los tiempos del teletrabajo. Esta semana me he concentrado en la música española. Y lo hago con un disco de 1973. “A pesar de todo” de Hilario Camacho, un grande de verdad. Lo escucho y me emociona como el primer día. Sigue moderno y fresco. Letras llenas de contenido, música que te llega. Creo que la música española no ha hecho justicia a Hilario Camacho. Lo recomiendo de veras. Aunque sólo sea por las piernas de Conchita…
“El bus” es un himno para muchos madrileños de mi generación. Pertenece a “La Romántica Banda Local”, un grupo de corta vida, pero de muchos fieles. Era heredero de aquellos fantásticos grupos de teatro independiente, como Tábano. Tenían una música muy teatral, que sonaba a una combinación entre aires medievales, banda popular y rock ligero. Era 1978, antes de empezar la locura de la movida en Madrid, pero muchos ya tomábamos copas y cogíamos el búho para volver a casa.
Jaume Sisa es un personaje genial de la música española. Único e irrepetible. Su música no tiene parangón y sus letras oníricas, rozando el surrealismo, no han sido igualadas. “Qualsevol nit por sortir el sol” está en la memoria de mucha gente que sabía que iba a ocurrir, que cualquier noche saldría el sol y llegaría la mañana. Luego publicó, que recuerde, “Galeta galáctica” y “La Catedral”. Cuando se cansó, se suicidó musicalmente en Barcelona y resucitó como cantante de boleros y cruceros en Madrid. Empezó a cantar en español, era un cantante extraordinario, bajo el nombre de Ricardo Solfa. Muchos os acordaréis de “La Orquesta Platería”. Suya era la voz de “Corazón Loco” o “Pedro Navaja”. Le veía en Malasaña como un parroquiano más, tras años de aplaudirle en el escenario.
En aquellos años me gustaba mucho la música catalana. La Companya Eléctrica Dharma era uno de mis favoritos. “L’Oucomballa” fue su primer disco en 1976, una explosión de alegría y música popular catalana. Iba a verlos cuando venían a tocar a Madrid. Nunca me defraudaron, me lo pasaba en grande.
Mercedes Ferrer fue casi una diosa para mí. La iba a ver siempre que podía. Me gustaba su estilo, su música, sus letras, su rollo. Me gustaba ella. Publicó “Entre mi sombra y yo” en 1986, en plena movida. Pero ella estaba por encima de eso, ajena a la moda. Ahí aparecen dos joyas: “El golpeador” y “El arte de andar”. No entiendo porque ha sido casi olvidada.
En 1973 cuatro jóvenes músicos forman “Solera” y dieron ese nombre a su primer disco. Ahí estaba José María Guzmán y los ojos azules de Rodrigo. Pocos saben que de ellos es “Linda prima” o “Paseando por las calles del viejo París”. Voces y guitarras maravillosas al estilo californiano de Moncloa. Se separaron y formaron Canovás, Rodrigo, Adolfo y Guzmán. Lo mejor que ha dado la música española. Sacaron un disco y se hicieron un mito, que todavía se recuerda. El germen fue “Solera”.
“Los Conciertos de Rock y Amor” fueron el primer gran aldabonazo de Miguel Ríos, un grande entre los grandes. Los celebró en 1972 en el Teatro Monumental de Madrid. Fue algo único. Las entradas valían de 50 a 125 pesetas. Y en el escenario una gran banda que combinaba el rock con las baladas. Fui a verlo con mis amigos del barrio. Miguel hacía con el público lo que quería. Luego me compré el disco.
Voy a acabar esta semana con “Veneno”, un disco crucial en la historia de la música española. Un encuentro alucinado entre el rock y el flamenco. Era 1977. Un trío único entre Kiko Veneno y los hermanos Amador. No tiene ni una canción, ni una estrofa ni una palabra, ni un acorde, ni un rasgueo de guitarra que sobre. Tres músicos inigualables que se rodearon de lo que necesitaban para hacer un disco insuperable.
Por esta semana, creo que vale. Voy a seguir buceando en mi colección para buscar discos que me gustaron. La música es una gran medicina para el teletrabajo.
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