Las mujeres contribuyeron a la ciencia y la ingeniería mucho más de lo que crees
07 de marzo de 2018
Curiosidad por el mundo que nos rodea, capacidad intelectual, vocación por aprender, pensamiento crítico, voluntad por cambiar el mundo a mejor,… y que sea varón. La ciencia es una disciplina joven de la que no se puede decir que no haya tenido errores en el pasado, y en la enumeración de características necesarias para un científico que hemos mostrado arriba hay una que sobra pero que, sin embargo, estuvo demasiado tiempo vigente.
Si echamos la vista atrás, a siglos anteriores, podemos ver notables cambios en la sociedad, especialmente cuando hablamos de igualdad social y de género; pero también que el progreso científico pasado está más salpicado de contribuciones femeninas de las que pensamos. Mujeres inteligentes –con la enorme valentía necesaria en aquellos momentos– se alzaron en un tiempo en que el conocimiento estaba vetado para ellas para ayudarnos a generarlo.
Con motivo del Día Internacional de la Mujer Trabajadora, rendimos homenaje a un puñado de estas mujeres que han colaborado en el desarrollo de la ingeniería y han sido motivo de inspiración para todos. Quien sabe, es probable que alguien que nos lea descubra su vocación por la ciencia y la ingeniería.
Los algoritmos que usas en tu día a día tuvieron origen en Ada Lovelace, y tú sin saberlo
Un programa de ordenador es un algoritmo, esto es, una fórmula matemática, que permite realizar un cálculo y solucionar con ello un problema. Hoy día hay algoritmos por todas partes, pero cuando en 1842 Augusta Ada Byron (por aquel entonces se llamaba así) escribió el suyo, no existía ninguno. Alan Turing es muy conocido por sus algoritmos y por “la máquina que derrotó al Reich”, pero hay que recordar que esto ocurrió mucho después de que Ada trazase sobre papel el primer algoritmo de la historia:
La historia de Ada empieza mucho antes, el 10 de diciembre de 1815, en la ciudad de Londres. El siglo XVII fue un tiempo magnífico para la ciencia, pero no particularmente atractivo para las mujeres, que una vez que se casaban quedaban relegadas a las tareas domésticas y al cuidado de los hijos. Para hacerlo redondo, se las apremiaba a casarse cuanto antes.
Ada tuvo la fortuna de una infancia de elevada educación gracias a su madre, Anne Isabella Noel Byron, que es considerada una de las activistas más importantes de cara a la abolición del esclavismo afroamericano. En un cuadro al óleo pintado en 1841 por Benjamin R. Haydon se veía el congreso, un año antes, de la Sociedad Anti Esclavos, de la que Anne Isabella, Lucretia Mott, y Mary Clarkson fueron las únicas mujeres. Incluso en ese círculo eran consideradas como “agitadoras”, aunque hoy las conocemos como las primeras feministas de la historia.
Anne Isabella, apodada Lady Byron (retrato), influyó de manera muy positiva en Ada orientándole hacia las matemáticas, que acabarían convirtiéndose en su gran pasión. Esto, y la posibilidad de conocer (por su puesto en sociedad) a grandes celebridades de la época como Faraday o Dickens, lo que la llevó a interesarse por los trabajos de un amigo, Charles Babbage. Fue Babbage quien enseñó a Ada lo que era una máquina diferencial, y en aquel momento ella se enamoró de la matemática del artefacto.
Babbage fue un matemático británico muy conocido que, aunque tenía a Ada en alta estima, no se interesaba en sus habilidades matemáticas (que, por cierto, le superaban en ciertas áreas). Ada Byron anhelaba trabajar con él, ya que sería algo así como nuestro actual Ramón López de Mántaras en el campo de la inteligencia artificial, de modo que se propuso impresionarle, y vaya si lo hizo.
Decidida y resuelta, Ada cogió un artículo en francés del ingeniero italiano Luigi Menabrea titulado Nociones sobre la máquina analítica de Charles Babbage, y se lo tradujo al inglés. Pero Ada no era traductora, sino matemática, por lo que añadió una serie de anexos que clarificaban y complementaban el artículo. Lo había enriquecido sobremanera.
El Anexo G es probablemente el más importante de todos, ya que aparece un algoritmo para calcular números de Bernoulli. Por desgracia, la máquina nunca se construyó, y por tanto el algoritmo no llegó a usarse. Sin embargo, hoy se sabe correcto para los conocimientos de la época. En el 197 aniversario de su nacimiento, Google la dedicó un doodle::
Hoy en día disfrutamos de una red eléctrica sin apagones, gracias a Edith Clarke
Aunque miles de otros ingenieros e ingenieras que han trabajado en el tendido eléctrico durante décadas han ido aportando su granito de arena, hay un artículo especialmente importante titulado Steady-State Stability in Transmission Systems cuya firmante es Edith Clarke y que confirió solidez al sistema eléctrico a partir de 1926. Ese mismo año, el NY Times lanzaba la noticia La señorita Edith Clarke es la única [persona] de su sexo en leer un artículo científico en una reunión de ingenieros.
Por aquel entonces Edith trabajaba en la General Electric, pero no como ingeniera eléctrica, que es lo que la hubiese gustado y para lo que se había formado, sino como supervisora de ordenadores en el departamento de turbinas de la compañía, un trabajo que la aburría sobremanera. Ese mismo año inventó un artificio increíble (para la época) que ayudaba a calcular corrientes eléctricas, voltajes e impedancias. Era una calculadora gráfica la que llamó simplemente Calculadora Clarke:
Destaca de Edith Clarke su dedicación al estudio desde muy temprano. A los doce años perdió a ambos padres, y dedicó buena parte del dinero heredado en tener la mejor educación. No fue un camino de rosas, aunque estaba decidida a ser ingeniera eléctrica, tuvo que hacer dinero por el camino trabajando como calculadora humana. Si el lector ha visto cómo funcionaban los contables de las aseguradoras a mitad del siglo pasado, era algo similar e igual de duro.
Ingresó en el MIT, y en 1919 había conseguido ser la primera mujer titulada con un máster de Ingeniería Eléctrica. Fue tras este periodo estudiantil que ingresó en la General Electrics, donde no se la valoró en absoluto hasta que se fue en cuanto inventó su calculadora.
Apenas un año después recibió una propuesta de trabajo del Departamento de Ingeniería de la Estación Central de la GE, un espacio en el que sí valoraban su trabajo y donde la contrataron como la primera ingeniera eléctrica de la historia. Allí donde siguió redactando artículos científicos, que han aportado un valor inestimable a su campo, consiguiendo varios premios por ellos.
¿Usas el GPS, el WiFi o el Bluetooth? Dale las gracias a Hedy Lamarr
En 1941, en plena guerra mundial, interceptar un misil balístico resultaba relativamente sencillo. Una vez lanzado el misil solo tenían que realizar barridos para dar con la frecuencia correcta, triangular su posición, y desviar la trayectoria del artefacto explosivo.
Hedy Lamarr, la actriz, tuvo la idea de controlar los misiles con un mecanismo curioso: en lugar de un haz continuo, los mensajes quedarían fragmentados y se emitían a pulsos, seguidos, pero a lo largo de distintas frecuencias en un patrón que parecía aleatorio. Había inventado el FHSS (Espectro ensanchado por salto de frecuencia, en inglés), una tecnología con la que podía construir tanto un emisor en tierra o barco, como un receptor en el misil. La sincronización, en cambio, era un tema que quedaban fuera de sus competencias como ingeniera…
Oh, sí, Hedy Lamarr era ingeniera, y empezó a estudiar para ello a los 16 años. Sin embargo, en 1933, el espíritu de pianista de su madre ganó a la tendencia hacia al cálculo que aportaba su padre. Se hizo actriz, y muy buena, e incluso se atrevió con contenidos audiovisuales que incluso hoy día resultan comprometidos (imaginémonos para una mujer en aquella época).
Fue entonces cuando tropezó con el que sería su marido, Friedrich Alexander Maria Fritz Mandl, quien proveía de munición, aviones de combate y sistemas de control balístico tanto ejercito alemán como al ejercito italiano. Es del trabajo de Fritz, a quien en sus memorias tacha de posesivo, de quien aprendería los entresijos de las ondas de radio y el telecontrol. Luego, huyó a Londres haciendo una breve pausa en París.
Gran Bretaña estaba perdiendo la segunda Gran Guerra, y EEUU pidió a sus ciudadanos, a través del programa National Inventors Council, que enviasen aquellas patentes que ayudasen a ganar el combate contra los nazis. No se sabe si Lamarr tenía más tirria al ejército alemán o a su marido (que recordemos, les vendía armas), pero sí se sabe que ofreció sus conocimientos de ingeniería, carrera que había terminado mientras huía de Fritz. No fue una vida fácil.
Tras un primer rechazo del National Inventors Council, consiguió 7 millones de dólares en bonos para la guerra vendiendo besos en una sola noche. Por aquel entonces, la gente podía ayudar con su capital privado al ejército en la lucha contra el Tercer Reich, y a ella se le ocurrió lo que ahora llamaríamos negocio piramidal: un beso de la actriz para quien más bonos venda. No conforme con su logro, empezó a construir los dispositivos que permitieran el FHSS. En una cena conoció a George Antheil, pianista y uno de los primeros futurólogos conocidos, que años antes había conseguido sincronizar sin cables 16 pianolas.
Le ayudó con el problema de sincronizar ambos dispositivos, y el 10 de junio de 1941 pidieron la patente juntos, pero con el nombre de ella en el cabecero: H. K. Markey, o Hedwig Kiesler Markey. Nació siendo Hedwig Eva Maria Kiesler, pero se cambió el nombre a Hedy Lamarr para huir de Fritz. Su historia daría para escribir un libro , pero el invento fue archivado porque resultaba demasiado grande para meterlo en un torpedo. Aun así, no era el final, porque la ciencia es aditiva y todo conocimiento se acaba aprovechando.
Mientras tanto, Arthur C. Clarke “desvariaba” (para la época, entiéndase) imaginando un sistema de satélites geoestacionarios alrededor del planeta Tierra. Estos fueron lanzados décadas después por el gobierno estadounidense en distintas órbitas bajo las siglas G.P.S. usando la tecnología que Lamarr y Antheil habían creado tiempo atrás. No vencieron a los nazis, pero nos unieron a todos. El Bluetooth y el WiFi basaron sus primeras iteraciones en un diseño similar, de modo que ya les estás dando las gracias a ambos.
Valentina Tereshkova nos demostró que el espacio es cosa de todos y todas
Algunas personas necesitan presentación allí donde el registro histórico enmudeció. Otros, como Yuri Gagarin o Valentina Tereshkova, respectivamente el primer varón y mujer que subieron al espacio, no. El espacio, la última frontera, fue alcanzado por los rusos durante la Guerra Fría. Primero lanzaron el Sputnik en 1957, luego lanzaron a Gagarin en 1961, y finalmente a Tereshkova en 1963. Los últimos dos regresaron a la Tierra sanos y salvos, mientras que el Sputnik se incineró en la reentrada.
El del Vostok 6 en 1963 fue un viaje movidito si tenemos en cuenta que Valentina tenía vértigo y que un paseo espacial implica la sensación de caer a la vez en todas direcciones. No es la persona que peor lo ha pasado en el espacio –la tripulación del Apollo 11 en su alunizaje, o la lágrima de Chris Hadfield sin duda fueron experiencias traumáticas–, pero llama la atención la dedicación de la primera cosmonauta, que ocultó los mareos a sus camaradas y consiguió pasar todas las pruebas.
Valentina ya apuntaba maneras cuando, unos años antes, había empezado a formar parte de un club de paracaidistas por mera diversión. Hemos de destacar que por aquel entonces la tecnología no estaba tan desarrollada como ahora, y que las caídas eran menos suaves (mucho menos suaves).
Retrocediendo aún más en el tiempo veríamos a una Tereshkova hija de migrantes bielorrusos que trabajaban en el campo (su padre) y en una fábrica textil (su madre) en la que ella misma trabajaría unos años después, justo tras contribuir en una fábrica de neumáticos de niña. Los niños rusos de entonces eran duros, y esta futura cosmonauta más todavía.
En 1961, cuando Gagarin volvía del espacio, Sergey Korolyov, ingeniero jefe de cohetes de la Agencia Espacial y de Aviación Rusa (ahora FKA), tuvo la idea brillante: ¿Y por qué no incluimos cosmonautas mujeres? La idea pareció magnífica en la URSS de aquel entonces, pero se toparon con el ligero problema de que no habían preparado a ninguna mujer para ir al espacio. Nadie las había tenido en cuenta hasta aquel momento, y hablamos de un sistema comunista en el que ya en 1941 había fundado a «las hechiceras de la noche», una escuadrilla aérea femenina que luchó en la Segunda Guerra Mundial.
Valentina Tereshkova fue admitida en 1962 junto a otras cuatro paracaidistas más para entrenarse como cosmonauta. Es interesante porque, para unirse al llamado Cuerpo de Cosmonautas, tuvo que ser admitida primero en la Fuerza Aérea Soviética. No solo fue la primera mujer en viajar al espacio, sino la primera civil del mundo. Dos récords en un solo viaje, que fue muy movidito, y en el que además no tuvo cepillo de dientes.
Años después se graduó como ingeniera espacial en la Academia de la Fuerza Aérea de Zhukovski, y hoy día sigue siendo un faro de esperanza para el mundo como ingeniera y visionaria. En 2013 confesó que le encantaría viajar a Marte (aunque fuese un viaje solo de ida), y en 2017, el comisario de una exposición en su honor en Londres dijo que «Valentina Tereshkova personifica el espíritu del “se puede hacer” que impulsa a la humanidad hacia cosas grandiosas».
Un cierre magnífico, pero nos quedamos con otra frase maravillosa, esta vez de Edith Clarke:
«No hay demanda para mujeres ingenieras, al menos, en comparación con las doctoras [médicos]; pero siempre hay demanda para alguien que pueda realizar un buen trabajo.»
Doña Angelita, la visionaria que ideó el eBook moderno
Numerosas personas han contribuido a la aparición del libro electrónico moderno, que surgió ya en el siglo presente mediante pantallas LCD. Pero hubo precursores más que interesantes a los que a veces no prestamos la suficiente atención. El primero de ellos era un libro electromecánico con ruedas dentadas y neumática avanzada que mostraba texto iluminado. Lo inventó una leonesa.
Corría la década de 1940 y la maestra de escuela Ángela Ruiz Robles (a la que sus alumnos llamaban Doña Angelita) notó quizá por vez primera las limitaciones de la enseñanza en papel. Hemos de poner esto en perspectiva. Hoy día es fácil pensar en una educación mixta entre el folio y lápiz de toda la vida; y la pantalla de un ordenador. Pero en la década de 1940 el ordenador más avanzado era el BINAC (de 318 kg) o el Colossus (de cinco toneladas), entre otros.
Doña Angelita es una de esas mujeres que nos ha demostrado que se puede luchar contra todo por lo que se considera justo, y ella creía que sus alumnos se merecían algo mejor. Ser madre de tres hijas, maestra y viuda en la década de los 50 no la impidió revolucionar las mentes de sus alumnos y de la comunidad ingenieril.
Tras varios años de dar clases en la localidad de Santa Eugenia de Mandia (Galicia), Ángela Ruíz se dio cuenta de que no tenía sentido que los niños cargasen con los pesados libros de texto de un lado a otro. Debía haber un método que ayudase a los alumnos a aprender y dejase de lado lo que ella consideraba obsoletos métodos pedagógicos de la época (basados en la memoria).
Imaginemos lo adelantada a la época de Doña Angelita cuando, a fecha de 2018, una de las mayores críticas a la educación sigue siendo precisamente el enfoque memorístico en lugar del comprensivo. Tan adelantada que hizo uso de conocimientos rudimentarios sobre mecánica y neumática (movimiento haciendo uso de la presión de gases en un circuito) para diseñar su enciclopedia.
Unos años antes de instalarse en Santa Eugenia de Mandia (Galicia) y dar clases, Ángela Ruiz había dado sus primeras clases de taquigrafía, mecanografía y contabilidad mercantil durante un par de años en León. Recordemos cómo eran aquellas máquinas de escribir antiguas: mecánicas, con varillas desplazadas mediante la presión de los dedos sobre botones.
Es posible que su experiencia con distintas maquinarias la ayudasen a construir en 1949 su enciclopedia mecánica, un prototipo con el objetivo de «aliviar la enseñanza, con el mínimo esfuerzo, conseguir los máximos conocimientos». El dispositivo, que mostraba distintos libros de texto, era además un soporte sobre el que distintos profesores podrían mostrar sus propios contenidos. A esto ahora lo llamamos sistema abierto, y en la época resultaba inconcebible.
El invento tuvo poco o ningún éxito en su momento, en parte porque la mente de las personas no estaba preparada para un invento similar. Pensemos que el Auto Mapa de Martín Santos de 1957, que también funcionaba con “cartuchos” en forma de bobina, tuvo el mismo destino; e incluso la Tablet PC de Bill Gates de 2001, un sistema puntero, fue un completo fracaso. La sociedad necesita tiempo para aceptar la grandeza y adaptarse a la tecnología.
Hemos de tener en cuenta que incluso hoy una tablet se ve en muchas aulas como un objeto aberrante y deslocalizado con mucha crítica social a pesar de sus innumerables ventajas para el alumnado, que Doña Angelita supo ver 70 años antes. En la época de Ángela Ruiz la óptica estaba en pañales, y lo puntero eran los tubos de vacío y los sistemas neumáticos. Pese a todo, y de un modo autodidacta, consiguió diseñar un dispositivo que incluso hoy día es rompedor.
Un cierre magnífico, pero nos quedamos con otra frase maravillosa, esta vez de Edith Clarke:
«No hay demanda para mujeres ingenieras, al menos, en comparación con las doctoras [médicos]; pero siempre hay demanda para alguien que pueda realizar un buen trabajo.»
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