El día en que un fanático de los trenes, una lámpara de gas y un hombre herido cambiaron el tráfico para siempre
18 de febrero de 2019
Un 2 de enero de 1869, una explosión sacudió las cercanías del palacio de Westminster, en Londres. Lo que los británicos conocen como The Houses of Parliament acababa de ser reformado, pero ese no fue el motivo de la explosión. Una fuga de gas en un extraño artilugio de casi siete metros de altura (22 pies) había causado el accidente. Afortunadamente, solo un hombre, un policía, resultó herido.
Lo que explotó aquel frío día de enero fue el primer, y durante mucho tiempo único, semáforo de la historia. Había llegado al cruce de Bridge Street y Great George Street, uno de los puntos más congestionados de aquel Londres victoriano, hacía pocas semanas. Lo habían instalado el 9 de diciembre de 1868, después de casi tres años de desarrollo. Y pasarían cerca de cuatro décadas hasta que el invento se popularizase, esta vez, al otro lado del Atlántico. Pero esa es otra historia.
El semáforo de Knight, Saxby y Farmer
“La monstruosidad de 20 pies de altura se levantaba en medio de la carretera […] con dos brazos estirados durante el día y una lámpara de gas brillando por la noche. Construido por ingenieros, diseñado por un administrador ferroviario y aprobado por el Parlamento, el artilugio tenía un propósito tan serio como extraña apariencia: proteger a los peatones del tráfico y evitar que las calles cercanas al Parlamento se congestionasen”, escribe Lorraine Boissoneault en Smithsonian Magazine.
El primer semáforo, según se relata en el archivo Victoria County History, fue diseñado por un fanático de los trenes. John Peake Knight era, por aquel entonces, superintendente de tráfico de la compañía ferroviaria South Eastern Railway. En aquellos años, en los que se construían las primeras líneas de metro y cercanías, se intentaba, sin mucho éxito, sacar el tráfico de las calles de la ciudad.
¿Y si intentásemos regular el tráfico como hacemos con los trenes? La idea de Knight puede parecer obvia, pero entonces le costó convencer a unos cuantos políticos de la necesidad de establecer normas de tráfico más estrictas. “El semáforo se convirtió en una forma innovadora de afrontar la gestión de la circulación de personas, animales y vehículos, basada en la larga experiencia de Knight con los ferrocarriles y según la cual los flujos podían regularse en función de su velocidad y dirección”, cuentan en el archivo de Victoria County History.
Siguiendo las ideas de Knight, Saxby y Farmer, dos ingenieros expertos en señalización ferroviaria, construyeron el artilugio. No tenía luces verdes, rojas y ámbar, al uso, como hoy en día. Contaba con dos brazos, imitando a los de los policías, que podían estar hacia abajo (circulen), paralelos a la vía (paren) y en posición intermedia (precaución). De noche, una lámpara roja a gas indicaba detención y una verde, precaución.
¿Qué congestión podía haber hace 150 años?
Londres, hoy, es una de las grandes metrópolis del mundo y la ciudad más poblada de Europa. Y hace tiempo que es así. En el siglo XVII ya tenía medio millón de habitantes. Para cuando el semáforo llegó a Westminster, se superaban los cuatro millones (seis, si se contaban los suburbios). Por comparar, Madrid tenía en aquellos años alrededor de 300.000 habitantes.
La capital de Reino Unido era una ciudad diseñada en la Edad Media que había crecido a lo largo del río Támesis y que estaba sufriendo un boom de población por causa de la Revolución Industrial. Las horas punta de entrada y salida a las fábricas ya eran una realidad. Y los peatones se las tenían que ver con un tráfico a caballo cada vez más denso. Según el libro London, a social history, en 1850 unos 270.000 trabajadores se movían cada día por la ciudad y 27.000 llegaban desde las afueras en transporte rodado.
El tráfico era lo primero que llamaba la atención de los foráneos que ponían un pie en Londres. Como peatón o como conductor, el peligro era evidente. De hecho, a mediados del siglo XIX, morían entre tres o cuatro personas por semana en accidentes solo en Londres. Los datos, que recoge la historiadora Judith Flanders en su libro The Victorian City: Everyday Life in Dickens’ London, hablan también de la creciente congestión y el aumento de los atascos.
“Se diseñaron planes para mejorar la gestión del tráfico. Y se volvieron a hacer. Y luego otra vez”, señala Flanders. Hasta que llegó el semáforo y demostró, en sus escasas cuatro semanas de vida, que la mejora en la regulación era el camino a seguir para poner orden en el caos londinense.
Ausencia y automatización
Tras la explosión del semáforo de Knight, estos artilugios estuvieron desaparecidos durante más de 40 años. No regresaron a Londres hasta bien entrado el siglo XX. Todavía operados manualmente por policías, pero ya con los tres colores que conocemos hoy, los semáforos volvían a Reino Unido como un invento estadounidense. El primer artilugio con verde, ámbar y rojo se colocó en Nueva York en 1918 y en Londres en 1926.
Transcurrido ya un cuarto de siglo XX, los semáforos se habían hecho más necesarios que nunca. Un nuevo vehículo, también con caballos, pero de vapor, se estaba adueñando de las calles. El tráfico de coches y camiones de reparto y la necesidad de regularlo en toda la ciudad, más allá de los puntos conflictivos, hizo que en seguida se hiciese necesaria la automatización de estas señales.
Los primeros semáforos automáticos se instalaron en Los Ángeles en los años 20. Eran de marca Acme y funcionaban, más o menos, como todos los inventos del coyote para atrapar el correcaminos. De hecho, aunque eran de otra marca, las primeras máquinas automáticas instaladas en Londres también saltaron por los aires por algún extraño guiño del destino. Hoy, la electrificación ha hecho todo más seguro, aunque (quizá) nos haya robado algo de aventura.
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