Tras el 12 de octubre de 1492, hubo un día después. Los soldados dejaron paso a funcionarios, cobradores de impuestos… e ingenieros. Por lo general, su contribución no ha sido tenida en cuenta en los libros de historia, ciencia, tecnología o gestión empresarial. La épica de la vida cotidiana, sin embargo, está basada en las obras públicas. Sin caminos, alcantarillado, puertos, faros, arsenales, “aguas turbulentas y anillos de piedra”, la globalización no hubiera tenido continuidad.
En este artículo, extraemos algunas historias del libro Un imperio de ingenieros. Una historia del imperio español a través de sus infraestructuras escrito (Taurus) por Felipe Fernández-Armesto y por mí, Manuel Lucena Giraldo.
El origen de los ingenieros españoles
Encontraremos muchos aspectos interesantes y desconocidos. La aportación a las obras públicas de religiosos es uno de ellos. Fray Francisco de Tembleque, por ejemplo, fue el artífice del acueducto de Cempoala, el mayor de los que existían en el virreinato mexicano. En el siglo XVI, el ingeniero era alguien que poseía ingenio, dotado de destrezas y competencias técnicas, militares y civiles. Era gente que aprendía de la experiencia. Solo con el rey-planeta Felipe II apareció, por imperativo de la conservación del imperio global hispano, una institucionalización de la profesión, que se halla entre las primeras del mundo. Las infraestructuras fueron el verdadero andamiaje sobre el que se sustentó la monarquía hispana, extendida en cuatro continentes, la primera de semejante dimensión en la historia de la humanidad, además en una era preindustrial.
Coordinación entre culturas
Las infraestructuras y obras públicas trajeron consigo una red de ventajas comparativas mutuas. Su realización constituyó una hazaña técnica, pero ante todo cultural. Sin comunicación, traducción o lenguajes compartidos, en tantos lugares, del Atlántico al Pacífico y el Índico, las obras no se hubieran realizado. El imperio español estuvo lleno de ellas. Tantas que, si fuera necesario definir un principio de gestión, sería la adaptabilidad. Los saberes humanos y técnicos nativos de cada continente, de Europa a América, África y Asia, fueron amalgamados de tal modo que expresaron una modernidad emergente, vieja y nueva a la vez, mestiza. Los españoles recién llegados al Perú quedaron asombrados de la flexibilidad y resistencia de los puentes de cabuyas y fibras vegetales, tendidos sobre simas y precipicios para ellos inimaginables. Indígenas del interior de México admiraron la consistencia técnica del arco de medio punto y la construcción de bóvedas “a la romana”. Ciertamente, los alicientes de los ingenieros españoles para “hacer las Américas” eran limitados. El llamado “Nuevo mundo” era caro y peligroso. En parte, cruzaron el Atlántico por hacer carrera. En parte, por ganar dinero y honores. En parte, por un talante aventurero. Hubo de todo. Muchos fueron por cumplir con su deber, en el que creyeron absolutamente. Su destino era servir al rey y a la monarquía hispana, en especial durante los siglos XVIII y XIX, cuando los cuerpos de ingenieros civiles, de caminos y montes, entre otros, fueron organizados en Cuba y Filipinas.
La influencia de la ingeniería del imperio español
Otro elemento a resaltar, ante la enormidad del espacio de influencia del imperio español y el tiempo que duró, cuatro siglos que van desde 1492 hasta 1898, fue la inspiración romana de la que partió. Los ingenieros y técnicos españoles, en general, sabían que si imitaban a los romanos les iría bien. A ello añadieron el providencialismo cristiano, que explicaba su presencia allí. El papel del monarca coincidió con el de un administrador o gestor moderno. Su capacidad de influencia en la conducta de sus súbditos y en el devenir de los acontecimientos era muy limitado. Felipe II, tan poderoso, tuvo una bancarrota tras otra y se pasó la vida pidiendo apoyo, préstamos y favores. El siglo XVIII, tras el advenimiento de la dinastía borbónica, fue distinto. En primer lugar, surgieron las ideas de felicidad y utilidad públicas. Un buen monarca debía promover a través de sus ministros las obras públicas que subrayaban su grandeza y la prosperidad de su reinado. Las obras públicas fueron excelentes anuncios de “un gobierno benevolente y generoso”. El otro gran cambio consistió en la institucionalización de los cuerpos de técnicos, ingenieros militares, oficiales de marina y sus derivaciones. La ciencia y la técnica representaron, desde entonces, la acción directa del Estado en el territorio. Fue un cambio extraordinario, creador de un contexto de expectativas sobre las obras como expresión de la acción humana, en el que todavía nos encontramos inmersos.
Sobre el libro Un imperio de ingenieros
En este volumen, realizado gracias al entusiasta apoyo e iniciativa de la Fundación Rafael del Pino, nos acercamos al funcionamiento de los dominios hispanos desde una revisión compleja de lo que representan. Como expresión primordial de intercambios de capital humano, tecnológico, financiero y productivo a una escala nunca antes lograda.
Un imperio de ingenieros. Una historia del imperio español a través de sus infraestructuras, Felipe Fernández-Armesto y Manuel Lucena Giraldo, Madrid, Taurus, 2022, 478 págs., 24,90 euros
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